
Entra el sol por la ventana. Sus rayos iluminan la estancia y muestran todo el esplendor de la fragilidad. Una fragilidad latente, tangible allá donde vayamos. La encontramos en un niño frágil e inocente; en el mar de aguas cristalinas; en el más duro huracán. Necesitamos de esa luz para comprender que, muy a nuestro pesar, no existe la libertad, que somos esclavos de nuestros pensamientos y acciones. Suena a paradoja, pero es tan real como la vida misma el hecho que nosotros mismos seamos prisión y prisionero.
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