Cubrí la luna con un suave velo de seda, no necesitaba su luz traidora que me espiaba. No necesitaba que la ropa cubriera mi cuerpo, ni tampoco el tuyo. Quise bañarme desnuda en ese mar de caricias y besos, de ternura y de deseo. Olvidé por completo mis prejuicios y mis obstáculos, olvidé el continuo ruido de la vida, de las manecillas del reloj que, atadas a mi muñeca, me hacían esclava del tiempo y me recordaban que nunca deja de pasar. Me perdí en aquellas ráfagas de aire y ahora no puedo decir dónde estoy; en realidad, no lo sé. Estoy rodeada de paredes blancas o quizás dentro de una. Hay silencio, un silencio imperturbable. No puedo hablar. Raramente, no tengo miedo de estar sola, de no ver nada ni de no poder gritar. De repente, algo delante de mi empieza a tomar forma. Colores. Miles de colores bañan el espacio como una flor que nace tímida y que no tarda en hacer estallar los sentimentos que lleva atados al cuerpo. La música fluye en el ambiente, lo embriaga, lo suaviza. Entiendo entonces que existe la ingravidez, que solo soy energía que, junto con todo lo demás, se extiende; completa y es completada. Los colores, la música y la energía han hecho desaparecer aquel espacio blanco y frío. Me recorre un escalofrío de bienestar, de placer. Mi cuerpo tiembla descontroladamente, desconecta para volver a reconectar. Un suspiro larguísimo y la relajación total. Simbiosis perfecta. Perfecta relación cuerpo y alma, una vez más.
yo sé que la vida, la de verdad, es la suma de aquellos momentos que, aunque fugaces, nos permiten percibir la sintonía del universo.
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