Sol se sentía pequeña frente a las puertas que debía atravesar. A cada paso escalinata arriba se preguntaba por qué lo hacía, qué sentido tenía aquella angustia, aquellos nervios que devoraban sus entrañas. Cuando se halló al fin rodeando el pomo desvencijado con la palidez de su mano, creyó morir de miedo. Se levantó un viento frío, helado y una especie de calambre le advirtió desde la puerta que no era bienvenida allí. Se subió el cuello de la chaqueta e intentó cubrirse la nariz con la bufanda y los pulgares con las mangas del anorak, pero la humedad helada del ambiente había hecho que quedara calada hasta los huesos. Aguardó inmóvil varios minutos que se antojaron horas enteras, hasta que la entrada a aquella fortaleza empezó a abrirse, dejando escapar al exterior un rayo de luz amarilla y un sutil halo de calor. Al tener un poco de espacio, se escurrió puertas adentro y encontró todo lo que jamás hubiera imaginado.
No había dinero, ni gente, ni muebles. El refugio, que desde fuera parecía enorme, no era más que un salón. Un salón amplio protegido por varios metros de muros infranqueables a su alrededor. Un lugar mágico, cuyas paredes eran poco más que un jardín vertical; el techo rebosaba arte y literatura, se reflejaban en él los mejores de la historia en apenas una docena de frases y cinco o seis trazos pintados con un gusto exquisito. En el suelo había una colección de cartas, a cuál más bonita; y, en el centro, una columna de abrazos, miradas, gestos, carantoñas y sonrisas pegadas a un espejo con una nota en carmín: quédate conmigo.
Su cuerpo fue cada vez más ligero, hasta alcanzar la ingravidez que le haría darse cuenta del valor de la claridad que reinaba allá abajo. Necesitaba esa luz, el olor a jazmín, el tacto suave de los pies pegados al suelo. Le hacía falta la brisa silbando entre las hojas, una nube de caramelo.
Se despertó de golpe y a Sol no le quedó más remedio que aceptarlo: quiere estar a su lado.
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