19.4.11

tic-tac tic-tac

Se levantó de un bote de la cama, buscando el despertador que, tirado en el suelo, no dejaba de taladrarle la cabeza con el incesante ruido metálico que emitía. Aún con el calor de las sábanas, se dio una ducha rápida, engulló un par de galletas mojadas en un espresso de máquina y, de un revuelo, cogió el bolso y la gabardina que descansaban sobre el galán. Se extendió la base de maquillaje y el colorete en el ascensor y, de camino al coche, sacó las llaves y abrió las puertas a distancia.

De camino a la oficina, tuvo el tiempo justo de pintarse los labios y de ponerse un poco de la colonia de emergencia que llevaba escondida en la guantera del copiloto cuando el semáforo cambió su color a verde. Aparcó velozmente y subió las escaleras de dos en dos a pesar de los tacones. Entró en la oficina y se sentó en la mesa oval de la sala de juntas y, mientras esperaba que llegara Carlos con el nuevo informe, ojeó la prensa, con especial detenimiento en la sección de sucesos, su favorita.

Cuatro horas más tarde y con un nuevo acuerdo firmado, Tania estaba exhausta. Pero no podía parar, no ahora. Volvió a correr hasta el coche y con el coche por las calles del barrio residencial. Había quedado para comer con su hermano, la invitaban a casa. Odiaba por encima de todo las comidas familiares, pero esta vez no tenía excusa para librarse: Dorian estaba madurando, se hacía viejo y sentaba la cabeza. Era la comida en la que anunciaría su matrimonio con Lidia. Ya se sabe, una pareja es feliz, se sienten bien uno con el otro, viven en común, salen a cenar los viernes, comparten las cosas buenas, el baño y la cama y al final se cansan porque se dan cuenta que el matrimonio no es lo que querían. En fin, cosas de la sociedad y las ansias de parafernalia, supongo.

Tania no esperó a que la comida acabara para salir escopeteada por la puerta. No podía decir que su día estuviera siendo frenético, pero sí algo ocupado. Pasó por casa, preparó la bolsa de deporte y salió otra vez en dirección al gimnasio. Una jornada tan estresante no podía permitirse no liberar tensiones de la manera más antigua que existe: a la fuerza bruta. Nada de yoga, pilates ni tai-chi. No. Ella se había apuntado a kick-boxing, que además de ser una válvula de escape potentísima, le servía para defenderse ante cualquier altercado. Hora y media más tarde, agotada, salió del gimnasio arrastrando los pies por la humedad de los adoquines hasta llegar al portal. Empujó con esfuerzo la puerta de cristal blindado y montó en el ascensor hasta el cuarto, giró la llave en el bombín hasta que cedió el cerrojo y entró, por fin, en su apartamento.

Abandonó el macuto en la puerta, bajo la estantería del recibidor, y cambió los tejanos y los tacones por un pijama de hombre y unas zapatillas mulliditas. Abrió la nevera y se armó de lo imprescindible para hacer una ensalada ligera. Cuando tuvo su bol gigante lleno, cogió un tenedor, encendió la minicadena con la música de Chopin y se sentó en la butaca a observar. A oscuras, miraba a través de la ventana hacia arriba. Desde niña, sus padres le habían enseñado que hay que tener controlado aquello a lo que quieres llegar y controlar de vez en cuando todo aquello que has conseguido dejar atrás... pero sólo ocasionalmente. Se veían las estrellas y la luna que, a su vez, depositaban sus miradas en ella, creando una especie de compacto de polvo de estrellas, un código cifrado, un mensaje oculto en cada parpadeo. Porque,...
 si la luna sigue ahí, quizá sea porque tiene algo que decirnos.

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