La luz bañaba nuestros ojos. No nos dábamos cuenta, pero aquel olor a sudor de deseo nos embriagaba. Caminábamos sin saber muy bien a dónde íbamos, sin rumbo fijo, solo guiados por la mano del otro en la propia. Quizá el aire fresco que disipaba la humedad o la sombra momentánea de los árboles en los que nos refugiábamos al pasar eran el secreto de aquel hechizo que nos envolvía. Todos los que nos vieron aquella tarde sabían que nada podría romper aquello que estábamos forjando. A veces sentía que podía levitar, sin que nada se impidiera en mi camino.
Desperté con las bruscas sacudidas de aquel tren. Las rodillas se balanceaban como si tuvieran vida propia, chocaban contra los asientos y las bolsas situadas entre mis pies. Dejé caer mi cabeza sobre el cristal de la ventana, frío, helado, a pesar del sol de justicia que abrasaba todo a su paso en el exterior. Íbamos rápido, pero eso no me impedía ver los campos verdes, verdísimos; las ciudades, tan vivas; el cielo, azul, mucho. Y todo ello, en conjunto, inmenso, más de lo que podría aceptar. El color, la belleza, las ideas, el amor... no tienen límites.
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