A aquello ya no se le podía llamar caminar. Corrían por aquellas montañas, primero los caminos trillados por el paso de tantos peregrinos, cubiertos por la sombra que los árboles cernían sobre ellos... paso tras paso, fueron desapareciendo los árboles, llegaban las llanuras, las flores, la hierba, los sonidos de las serpientes bajo el verde de los matojos vírgenes y el sol calentando sendas cabezas. Kilómetros y kilómetros hasta llegar a las piedras, donde solo una regla valía: no abandonar, no darse por vencido. Era ya casi el final del recorrido, habían andado mucho, ahogados por el calor y el cansancio, sabían que no podían parar. Al menos, no ahora. Perseverancia, esfuerzo, ganas. No contaban con nada más, pero de eso les sobraba. No iban a darse por vencidos. Los últimos pasos, las últimas piedras que saltar y estaban allí. La última curva en el camino y, por fin, el idilio. Se abría ante ellos el lago. La única luz en tantas dudas, el azul de todo aquel verde, el beso de buenas noches y el despertar a su lado. Estaban entre la espada y la pared, entre aquella balsa de aceite y las montañas más temidas y más amadas: los Montes Malditos. No podían parar allí. Siguieron otro trozo más, bordeando el agua por las piedras hasta quedar totalmente opuestos, de cara al lago y a las montañas, al paso del aire frío, de cara a la nieve y a la gente que, estupefacta, no llegaban a comprender su asombro hasta que veían tal espectáculo. La combinación más perfecta de los elementos en lo ínfimo de una mirada. Tierra, agua, aire y el fuego de su interior en simbiosis para hacer de aquel momento un instante difícil de olvidar.
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