Ya sentía la humedad calándole los huesos. Aquel otoño había empezado mal, si ya de por si los otoños son tristes y oscuros, la lluvia lo empeoraba todo. El agua borraba todas las promesas escritas a la orilla del mar, las huellas en la piel, el olor del sol. Alma no se atrevía a salir de la cama. Por mucho que todos insistieran dijo que si el mundo podía estar triste y llorar, ella también tenía derecho, quería que dejaran de molestarla. En un par de días empapó sus sábanas en llanto y sumió su habitación en un oscuro olor a tristeza. Pese a su resistencia, no pudo evitar que Leo se plantara cada tarde en su casa a hacerle compañía. El primer día no consiguió más que unas pocas palabras. A la semana le había arrancado una sonrisa y la promesa de un paseo por el parque. Un día, por sorpresa, se encontró con aquel santuario totalmente iluminado por la luz del sol y con una barrita de incienso quemando el aire que les rodeaba. Olor a océano y mandarinas perfectamente depositadas adornando aquel plato cuadrado hacían que aquella habitación pareciera una fotografía. La cama, por primera vez desde que acudía a sus religiosas visitas a casa de Alma, estaba hecha. Con ella fuera. Lucía unos vaqueros desgastados y una blusa añil a juego con sus ojos grises. Se cubría los hombros con una cazadora vieja y con capucha, de aquellas que cuentan pintorescas historias en todas sus costuras. Se estaba calzando las deportivas marrones llenas de polvo comentando divertida que así haría conjunto con el suelo plagado de hojas desterradas. Después de devorar la mandarina entre risas y confesiones, agarró el bolso con una mano y a Leo con la otra y salieron a la calle. Había llovido durante toda la mañana, la corteza de los árboles no servía para quemarla y los caracoles estaban de paseo. Saltando en todos los charcos, llegaron al parque. Las ramas arañaban el cielo nublado y las hojas mantenían a los árboles clavados al suelo. Parecía el mundo al revés, por eso a Alma no le gustaba el otoño, no encontraba sentido a que todo lo que, por naturaleza, tendría que estar arriba estuviera abajo y las copas se hubieran convertido en raíces. Para Leo, sin embargo, los años perderían sentido sin el otoño. El naranja gobernándolo todo, la lluvia sobre la piel, el ruido de las copas improvisadas crujir bajo sus pasos. Y sacándola de sus pensamientos, le preguntó:
- Sé que no es de mi incumbencia Alma, pero hay algo que me inquieta. ¿Por qué te has condenado durante tanto tiempo a no ver la luz del Sol?
- Porque...- empezó ella vacilante, dubitativa- Porque he estado esperando a que el Sol viniera por mi.
1 comentario:
que bonito :D cuanto amor :D jaja
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