Está preciosa con ese libro entre las manos. Tiene los ojos color fuego, la brisa le mece el pelo y ella de vez en cuando arruga un poco la nariz, como si estuviera viviendo la historia de aquellas páginas. Podría pasar horas y horas viéndola leer, viendo cómo duda ante el armario, cómo se mueve por la casa, embrujándola, cómo se ahueca la cabellera oscura, cómo duerme. Sí, ver cómo duerme me hace el hombre más feliz del mundo. Cuando levante la mirada de las líneas que la han ensimismado, y me descubra observando su boceto de sonrisa perfecta y sus ojos rasgados, volverá rápido a la lectura, sintiendo haber roto la magia de ese momento.
La mañana en que la vi por primera vez ha quedado grabada a fuego en mi mente. Aquel día, el ruido que había en la plaza principal era ensordecedor. Retumbaban las placas de las alcantarillas cada vez que un camión pasaba por encima de ellas, tronaban los cláxones de conductores desquiciados en el bullicio de la ciudad. Brillaba un sol especial y, pese a que corría aún el mes de febrero, mucha gente se aventuraba a lucir camisetas de manga corta o chaquetas finas. Sí, estaba llegando la primavera de los colores vivos y las mejillas rosadas.
Estaba en medio de una de las calles más transitadas de la ciudad con un chico. Él intentaba retener la mano de ella entre las suyas mientras ésta apretaba el paso, intentando evitar a toda costa el contacto físico con él. Cuando ya iba prácticamente corriendo, él le tomó la mano y tiró de ella hasta acercarla mucho, muchísimo. Se tocaban cintura a cintura y hablaban, discutían. No sé qué debieron de decirse, pero vi claramente cómo ella se zafó de esa prisión, escupió al muchacho en la cara y huyó calle abajo como alma que lleva el diablo. En el momento en que se sintió a salvo, buscó uno de los bancos más cercanos a ella y se dejó caer, rendida, en las frías maderas.
Cargaba con un aparatoso bolso color camel y una carpeta de estudiante que, por su aspecto, debía de pesar una barbaridad. Tiró a un lado todas sus pertenencias y acurrucó las piernas contra el cuerpo, tocándose la nariz con las rodillas dobladas sobre el pecho. Creo que estaba a punto de llorar, pero no estoy seguro. Tardó algunos minutos, pero en cuanto se dio cuenta de que el sol seguía brillando sobre su cabeza, se recogió el pelo en un moño, dejando a la vista la delicada curva de su cuello, y empezó a rebuscar en la bolsa. Sacó las gafas oscuras y un libro, cruzó las piernas y se puso a leer. Ponía cara de interés y sólo levantaba la vista para girar lentamente el cuello, que se le iba acartonando implacablemente.
Y ahí estaba yo, justo al otro lado de la plaza, sentado en un puentecillo con las piernas colgando sobre el agua verdosa y sucia. No podía dejar de mirarla, estaba, no sé, hipnotizado, sorprendido, embobado con aquella chica. Cuando por fin me decidí a acercarme a ella se estaba poniendo el sol y ambos teníamos que hacer grandes esfuerzos para llevar a cabo la actividad que nos robaba toda la atención: ella leer y yo observar como leía. Me senté a su lado en el banco causando la menor molestia posible y ella levantó la vista despacito, como si temiera que fuera un pájaro que fuera a echar a volar con cualquier movimiento brusco.
- La lectura debe de haberte abierto el hambre... aceptarías que este pequeño admirador te invitara a cenar?
Como única respuesta, cerró el libro, lo metió en la bolsa y se puso en pie. Cuando hice la propio, me tomó del brazo y me besó en la mejilla. Echamos a andar en silencio. Al contrario de lo que pueda parecer, lo fue un silencio incómodo, sino un silencio de dos personas que no necesitan hablar para entenderse, que disfrutan ese pequeño tesoro que cada vez menos valoran y que cada día es más necesario.
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