Su respiración se hacía cada vez más entrecortada. Los ataques de asma se convirtieron cada vez en más frecuentes y gradualmente desaparecieron para desencadenar unas horribles crisis nerviosas que nos llevarían a la locura. Cada vez más, se pasaba el tiempo sentada en una butaca de mimbre frente a la ventana con un cuaderno entre las manos. No escribía nada. Mamá era de aquellas que se niegan a hacer algo que no sea útil o bonito, que para eso ya están los políticos. Se dedicaba a ver como los brotes de los geranios de la ventana florecían, como la primavera daba a los árboles la oportunidad de poder mostrar las nuevas hojas verdes, como el sol lucía sin dejarse apabullar por nada ni por nadie. Mientras tanto, sin saber cómo reaccionar, todos en casa hacíamos lo posible para que la magia no marchara. El olor dulzón y fresco de los ramos que se renovaban a menudo de los jarrones de fina porcelana italiana, las ventanas siempre abiertas, la luz iluminándolo siempre todo sin un solo rincón oscuro donde perderse en el llanto o la pena. Sin embargo, mamá no volvía a la normalidad... nunca lo haría. Sí es verdad que perdió parte de esa palidez, que sus ojos no estaban inundados de lágrimas; pero tampoco sonreía, se había quedado muda.
Han pasado cuatro años desde entonces y nunca he estado tan contenta. Su piel ha empezado a coger color; sus ojos no están enmarcados por aquellas ojeras curtidas a base de llanto e insomnio; su pelo vuelve a brillar. Ella nos ha vuelto locos a todos, es verdad, pero el estar lejos del ruido y de los gritos ha calmado el cuerpo y el espíritu de todos nosotros. Hemos encontrado por fin la paz.
Han pasado cuatro años desde entonces y nunca he estado tan contenta. Su piel ha empezado a coger color; sus ojos no están enmarcados por aquellas ojeras curtidas a base de llanto e insomnio; su pelo vuelve a brillar. Ella nos ha vuelto locos a todos, es verdad, pero el estar lejos del ruido y de los gritos ha calmado el cuerpo y el espíritu de todos nosotros. Hemos encontrado por fin la paz.
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