Caminaban cogidos de la mano, con miedo a separarse y perder de golpe toda la magia que les abrazaba. Se alejaban cada vez más del bullicio, de la gente, de los ruidos, hasta llegar a la oscuridad. La noche no se les antojaba oscura, sino blanca como un lienzo que ilustrar, al menos a Ella, siempre con aquellas desbordantes ganas de crear, de crecer. Él estaba asustado. Asustado por su alrededor, por los acontecimientos; asustado por las conversaciones de su compañera, por su seguridad tan carente de fundamentos. Sin embargo, allí estaba, incondicional, tendido a su lado en el suelo, duro y congelado. Intentaban en vano encontrar alguna estrella fugaz a la que pedir un deseo. El tiempo pasaba, quizá con aquellas ondulaciones que la confundían tanto, haciendo de un par de minutos cuatro meses, consiguiendo que perdiera por completo la noción del tiempo.
Cuando se levantaron, cansados de la horizontalidad, les costaba caminar, tenían aún las piernas entumecidas y las pupilas dilatadas. Bailaron. Quién sabe qué, quién sabe como... pero yo sí que sé cuánto. Mucho, mucho rato. A veces, Él la miraba a lo lejos. Veía como Ella se movía al ritmo de la música, no de la que sonaba, sino de la que imaginaba con aquel apabullante espíritu joven. Una o dos veces se acercó dando saltitos y, de puntillas, le regaló un beso, pero a la tercera Él agarró al vuelo su cintura y se abrazaron. En ese momento me dio la sensación de que la energía pasaba de la una al otro y con voz aterciopelada, aquel gigante de ojos almendrados le susurró: "¿ Y si nos vamos ya, cielo? Estoy cansado". Ella tomó su mano y marcharon. En un momento dado apareció por sorpresa el esperado cuerpo celeste surcando el cielo. Se miraron. Él a los ojos de Ella; Ella al interior de los de Él. Y antes de que el muchacho pudiera articular palabra, Ella exclamó: "¡Silencio!" y agregó en voz más suave: "No quiero que me digas qué has pedido. Yo he deseado que se cumpla."
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